Lectores y escritores

En este apartado el protagonista es el lector y sus creaciones, EL LECTOR ESCRITOR, en su sentido más amplio; es decir, no sólo el lector de mis libros sino todo aquel que quiera enriquecer este rincón literario con sus textos. Envíalos a la dirección:

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La luz en la niebla. Pedro Márquez. Gran Canaria.



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Daniel Moleón Monzón

La película de mi vida


New York, 23 de noviembre.

No es un día cualquiera, se cumplen diez años de la muerte de su padre. El sentimiento de culpa vuelve a pegar tan fuerte como cada veintitrés de noviembre desde hace una década.

George, como cada año, acude al mismo banco en el ala oeste de Central Park, situado junto al legendario estanco de Jhon Griteway. Puntual, no falta a su cita a ciegas con la soledad. Respira profundo, lento, un respirar casi inapreciable. Mientras se sienta, parsimonioso, como si no hubiese un sentido del tiempo, eleva la vista y observa: niños jugando al béisbol, gente corriendo, señoras paseando con sus perros, carcajadas, música de fondo; y, entre todo el bullicio y gentío, emerge la imagen de un padre y su hijo acercándose hacia el mítico quiosco. El joven, que aún no había experimentado la adolescencia, corría con su helado persiguiendo las palomas, mientras, su padre, disfrutaba del olor a café que desprendían las páginas de su periódico.Tras un leve parpadeo, una ráfaga de aire gélido trae a George a la realidad: el que fuera palacio de golosinas y helados era ahora el tapiz de los grafiteros; la estampa del hombre con su hijo se difuminaban hasta convertirse en dos lágrimas, que sincronizadas, descienden espesas y lentas como rapelistas por su cara.

Las hojas secas y desordenadas en el suelo, arrancadas a la fuerza por el viento, eran su pelo; su ropa era el periódico arrugado y maltratado por la inclemencia del tiempo que vaga libre por el parque; su cara, sin expresión, era la estampa yerta de un desierto; era todo él una simbiosis con la melancolía.

Pasada media hora de su encuentro a solas, enfundado en su tres cuartos de piel negra y enmascarado con sus gafas antipaparazzis, emprende el camino de vuelta a casa. Ahí estaba esperándole, llena de polvo, durante diez años, pero intacta, la decrépita caja de herramientas de su padre, que insólitamente, aún conservaba el olor madera.  Era el momento, él lo sabía, ahora sí estaba preparado, lo sentía dentro de sí, ya era hora, habían pasado diez años. Tembloroso como un crío asustado, destapa la misteriosa caja que su padre le había dejado en herencia… en el fondo, el único utensilio de la caja, ante su asombro, un sobrecillo de azúcar posado sobre una fotografía…

Casi sin darse cuenta, George se había convertido en el protagonista de propia película, estaba ante el mayor enigma de su vida, más inusual que cualquiera de los guiones a los que se había enfrentado. Ahora, retirado de la gran pantalla, era el momento de poner en práctica todas aquellas habilidades detectivescas que había desarrollado y adquirido durante todos esos años holliwoodescos.

Aquel paquetito blanco, desgastado por los años, lograba conservar aún una misteriosa inscripción en el reverso: "chacho", un término que escapaba absolutamente a tods sus conocimientos, era algo casi onomatopéyico. La fotografía cubierta por una película de polvo gris dejaba entrever una terraza y un inmenso mar en el fondo. George desconcertado, atrapó las pruebas y arrancó como alma que lleva el diablo. Corrió lo más rápido que pudo y tomó el primer tren hacia las afueras de Yale. Allí se encontraba Gunnarsoon, el primer guionista con el que trabajó, el hombre más sabio que conocía. Cerca ya del centenar, el viejo Guni vivía acomodado y acompañado por sus gatos en su apacible casa de campo. Si alguien podría ayudarlo, era él, sin duda alguna. Había viajado por todo el mundo y hablaba siete lenguas. Era el creador de misterios cinematográficos más hábiles jamás visto, si alguien podía hacerlo, no podría ser otro.

El viejo Guni rodeó a George con sus lánguidos y largos brazos, maleables como chicles, y lo apretó tan fuerte como pudo; lo adoraba. Tomó la fotografía apresurado y la observó minuciosamente. Segundos más tardes respiró profundo, calmado, desenfundó su ancestral lente de aumento y tras unos minutos, asentando con la cabeza, dijo: "estamos cerca hijo"; "¿qué más tienes?", George sacó el sobrecillo y lo posó sobre la mesa. Guni, atónito, tomó el sobrecillo con la delicadeza con la que una madre primeriza toma a su bebé: "eureka, lo tenemos hijo, esto es Gran Canaria". El viejo guionista era un apasionado cafetero y coleccionaba sobrecillos de azúcar de todos los lugares a los que viajaba. Aunque no supo descifrar el significado de aquella enigmática  inscripción, no tuvo dudas en reconocer el atípico diseño, sin duda alguna, sólo había visto aquellos sobrecillos en su viaje a una de las islas del paradisíaco archipiélago norteafricano, las Islas Canarias. Los dos se fundieron en un entrañable abrazo, mientras las lágrimas comenzaban a fraguarse en la cornisa de sus ojos, ambos sabían que era la última vez que se verían.

Raudo, George, sin equipaje alguno, se subió al primer avión camino hacia la otra orilla del océano. Asustado y emocionado a la vez, comenzó a temblar. El enigma parecía cada vez más cerca, aunque una pregunta no dejaba de rondarle por la cabeza: "¿por qué aquí, qué hay aquí papá? Sin esperar bulto alguno, George salió el primero del avión y, haciéndose hueco entre los kilométricos gorros de paja de los turistas, corrió hacia el primer taxi de la parada: "rápido, lléveme aquí, por favor", dijo el americano mientras extendía la fotografía hasta sus manos. El taxista reconoció enseguida el misterioso lugar: "esto es El mirador de Bandama, señor".

Las nubes se tornaron grises durante el camino, el cielo se cerró y tan rápida como inesperada llegó la tormenta. Llegados a la falda de la montaña, el taxi se detuvo: "lo siento, señor, no puedo seguir, la carretera está cortada. Es ahí arriba, señor, es ese lugar, estoy cien por cien seguro". George, sin esperar el cambio se dispuso a andar cuesta arriba, bajo el chaparrón. Treinta minutos más tarde y completamente enchumbado, George, exhausto, llegó a la cima de la montaña y se posó bajo la pérgola de la entrada de bar y se tomó un minuto para recuperar el aliento. Tras una bocanada profunda de aire, se dispuso a entrar…un paso, dos, ya estaba dentro.

Con sumo cuidado, desenfundó del interior de su chaqueta tres cuartos la funda de plástico que protegía la vieja imagen y la observó con detalle. Levantó la mirada y se dirigió a la terraza. Con la fotografía entre sus dedos, extendió el brazo, buscando el ángulo perfecto, buscando el ángulo del que fue tomada la misma fotografía. El taxista no estaba equivocado, era ese lugar, el mismo, la misma vieja barandilla de madera y el mismo inmenso mar en el fondo. Sus piernas comenzaron a languidecerse, fatigado, se sentó.

Tan rápido como vino, la tormenta se escondió, las nubes se disiparon y el cielo abrió su manto azul, un azul tan brillante como el oro. Esos rayos de sol parecieron devolverle la vida. George se levantó y conectó una mirada con la camarera, esta curtida por la experiencia, adivinó la palabra café entre sus labios. George dio unos pasos y se alongó pensativo a la baranda. Respiró profundo, pausado, dejando que el aire puro de aquella tierra perforara sus pulmones. La luz del día vislumbraba ahora la fascinante caldera y el infinito mar. Cuando quiso darse cuenta de donde estaba, ya había quedado hechizado por la belleza de aquel lugar, se sintió como en su casa, como si aquel lugar, de algún modo, hubiese formado parte de él durante toda la vida. Cuando se dio la vuelta el café ya estaba encima de la mesa, junto a la taza, el mismo sobrecillo de azúcar.

El misterio aún no estaba resuelto, no entendía qué quería decirle su padre con eso. Tomó el café de un sorbo, sin azúcar, como a él le gusta, de un solo trago. Sin apenas disfrutar la milimétrica taza de café, invadido por la intriga, se adentró en el salón en busca de respuestas, quizás aquella anciana podía darle alguna pista sobre su padre. George se acercó a la señora y sacó, por primera vez en diez años, la fotografía de su padre que con tanta predilección guardaba en su cartera: "¿lo conoce? ayúdeme, es mi padre". La mujer, con dulzura, dijo: "lo intentaré mi niño". Tomó la fotografía entre sus manos y la acercó cuanto pudo a sus ojos. En ese preciso momento el silencio se apoderó del lugar. "Dígame, ¿lo conoce?", retumbaba en eco la voz de George. La señora despegó la vista de la imagen, elevó la mirada envuelta en un paño lágrimas y balbuceando, con la voz desquebrajada, respondió: "eres igual que tu padre".


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